La civilización contemporánea es producto de procesos que en el siglo XX revolucionaron las mentalidades colectivas; uno de ellos fue la socialización de la conciencia de equidad entre los géneros y las luchas feministas que son la columna vertebral para la constitución mental de la igualdad.
Entre la historia de las ideas, la equidad entre los géneros es una de las que ha encontrado la mayor y mas grave resistencia entre las sociedades; esto descubre y explica el porqué, a pesar de la saturación de mensajes y discursos democráticos actuales, la democracia aún no penetra ni de forma ni de fondo en los núcleos de la sociedad, de la construcción del conocimiento, del aprendizaje, de lo jurídico y de las estructuras institucionales como la familia, la Iglesia, la escolaridad.
Una percepción sociológica contemporánea suscribe: ‘‘ El principio de la exclusión de la mujer, que el sistema mítico ritual ratifica y amplifica hasta convertirlo en el principio de división de todo el universo, no es más que la asimetría fundamental, la del sujeto y del objeto, del agente y del instrumento, que se establece entre el hombre y la mujer en el terreno de los intercambios simbólicos, de las relaciones de producción y de reproducción del capital simbólico, cuyo dispositivo central es el mercado matrimonial y que constituyen el fundamento de todo el orden social.
Esto dibuja con nitidez, el grado de dificultad que afronta la idea de la equidad entre géneros. La naturaleza simbólica patriarcal está enraizada y a veces enquistada en las estructuras profundas del conocimiento, del lenguaje. Por un lado se encuentran los estratos duros de la ideología que en nuestro país permanecen intactos, perfectamente resguardados por un sistema económico que se mantiene por los aparatos de reproducción ideológica. Cada aparato de reproducción emite persuasiva, seductora y filialmente, la estructura de dominio patriarcal.
Por otro lado se encuentra la desigualdad social producida, mantenida y nutrida por el mismo sistema, sustentada por el entorno institucional que se sirve de la fórmula que argumenta a la familia como núcleo social.
Aunque este nicho social está en franca desintegración, numerosos analistas psicosociales y psicoanalíticos asumen que son los estados patriarcales los que pugnan por una cohesión familiar que ha visto perder la calidad de sus adherencias. Este refuerzo persistente de la entidad familiar esconde la intención de conservar el canon del control social desde los imperativos parentales: los roles sociales, la sexualización, las jerarquías, los valores, las distancias y las prioridades: la imposición brutal de los comportamientos, las visiones del mundo, las actitudes y las dolencias psíquicas; se está destinado, como conducta dirigida, a ser hombre o a ser mujer.
A pesar de la lejanía, la vigencia del siguiente postulado es contundente en nuestro país. En 1905 Schirmacher, una feminista francesa escribía: ‘‘Vivimos en un mundo masculino creado por el hombre ante todo para sí mismo, según su propia imagen, para su comodidad. En este mundo, el hombre se tuvo como medida de todas las cosas y de todos los seres, incluso como medida de las mujeres. Para el hombre lo único que contaba como igualdad era asimilación”.
Fue hasta el siglo XIX cuando los derechos de las mujeres en México comenzaron a ser reivindicados, iniciando con el derecho a la educación superior y a derechos laborales, fue hasta 1951 que accedieron al derecho al voto cuya conquista se fue dando de manera gradual desde 1923 cuando se permitió por vez primera a mujeres votar y ser votadas para cargos de elección popular en San Luis Potosí, en Yucatán en 1935, y en Chiapas en 1926.
En 1974 se reconoció a nivel constitucional la igualdad jurídica de la mujer y el hombre.
A partir de 1975, se marco un hito en la lucha por la conquista de los derechos de la mujer, al realizarse la Primera Conferencia Internacional de la Mujer, que fue celebrada en México, ello nos condujo a la adquisición de compromisos internacionales que pusieron sobre la mesa la discriminación y la violencia sobre la mujer mexicana, obligando a cambiar patrones culturales muy arraigados.
En este país compuesto por discursos que ocultan la infame realidad social, las raíces de la inequidad son firmemente mantenidas, incluso aparecen como invisibles e incuestionables. Tal es el caso de la ancestral tradición de imponer un orden en el nombre de las personas al ser registradas. El nombre de pila, seguido en primer lugar por el apellido del padre y después el de la madre.
Esta costumbre, insertada en inimaginables estratos de las construcciones familiares, determina diversas percepciones, todas cadenas atávicas, de la preeminencia de lo masculino ante lo femenino; esta iniciativa busca terminar con la prevalecía del apellido paterno, de la creencia de la continuidad de los linajes, de los bienes y del espíritu a través de la nomenclatura del apellido paterno.
En México esta costumbre, este uso del apellido paterno para asegurar bienes imaginarios, constituye una de las, piedras fundamentales del patriarcado pues es por las hijas al contraer matrimonio cuando el nombre se ‘‘pierde’’ como si se extraviara una calidad ontológica; dejar de existir por no apellidarse como el padre y por ser mujer: la culpa delegada. Hay una gran cadena de usos, costumbres, modos y rasgos en donde el apellido del padre marca pautas, distingos, futuros, cualidades, herencias y abolengos; en concordancia con los apellidos de las mujeres que tienden a diluirse en la gran procesión temporal de las actas de nacimiento.
Es necesario continuar la línea de dislocación de las mentalidades patriarcales abrir la posibilidad de que sea la pareja quien decida qué apellido corresponde en primer término y en el siguiente, dejando atrás siglos de arbitrariedad. Es decir, la clave, la llave de esta propuesta es conocer y reconocer que la capacidad de decidir es un atributo de especie democrática.
Este cambio aparentemente menor, fracturará un paradigma patriarcal que nunca ha descansado sobre un argumento jurídico racional sino sobre uno de los cimientos de la dominación masculina: la jerarquización de los apellidos empezando por el apellido paterno.
Reconociendo que la dignidad y la igualdad ha supuesto el abandono progresivo de construcciones jurídicas de épocas pasadas que configuraban el nombre de las personas a partir del embalaje patriarca-familiar es tarea democrática, la única tarea factible para la reconstrucción de un mundo cognitivo de iguales, para iguales y entre iguales.
Bordieu, Piere, La Dominación Masculina. Barcelona, Anagrama, 2 Historia de las mujeres vol. 5 El siglo AX Madrid,Tauros, 2001. p.